NOTA DE PESCA
El comentario de Gastón Acurio es absolutamente
razonable. No se puede imponer el consumo de anchoveta por la fuerza ni por la
ley, ni se puede desaparecer a la industria reductora de harina de pescado.
Pero por otro lado tampoco se puede incentivar su consumo, o el de pescado en
general, en un escenario donde el mercado interno compite en desventaja con la
exportación. Crear mercados dentro del Perú, incentivar el consumo de pescado y
crear el hábito de consumo de anchoveta en especial, requiere de una decisión
política que vaya mucho más allá de los actuales programas que existen. Es
mucho más fácil exportar pescado por la facilidad logística, obvia y por los
subsidios que genera la actividad como el drawback y la devolución del IGV.
La venta al mercado nacional tiene tremendos retos
logísticos, hay que invertir en infraestructura y no tiene incentivos ni
subsidios.
La iniciativa privada requiere de mayor esfuerzo e
imaginación desde el Estado para apoyarla. Cambiar hábitos de consumo o
crearlos toma más tiempo del que dura un gobierno.
Mientras esto no se entienda y no se diseñen Políticas
de Estado de largo plazo que tengan por objeto crear el hábito de consumo en la
niñez, diseñando además estrategias que abaraten el costo de los productos
hidrobiológicos, en especial la anchoveta, pota y jurel que son los más
abundantes, seguiremos hablando de lo mismo sin resultados eficaces.
Tenemos que pensar como país y no como gobierno de 5
años. El éxito en la creación del hábito de consumo de anchoveta no será
cosechado en el gobierno que inicie una acción eficaz al respecto, sino en el
siguiente o subsiguiente. Por tanto, mientras subsista el egoísmo de hacer
cosas para salir en la foto durante la gestión la desnutrición infantil seguirá
siendo un problema.
Marcos Kisner
La vida del cocinero no es fácil.
Se levanta muy temprano, casi al alba, para conseguir los mejores ingredientes.
Cocina el almuerzo, administra su negocio durante la tarde, vuelve a la cocina
para la cena, se acuesta pasada la medianoche y luego vuelve a empezar la misma
rutina al día siguiente, solo que con un detalle: el fin de semana no es su
tiempo de descanso, sino, más bien, el de mayor trabajo.
El destino del
cocinero es trabajar cuando la mayoría se divierte.
Sin embargo, todo este esfuerzo,
que puede parecer titánico, tiene una enorme recompensa. Cada día y en tres
ocasiones, el cocinero tiene la oportunidad de hacer felices a los demás con
aquello que el sabe hacer: cocinar. La mesa, compartir, revivir recuerdos de
infancia y de amor materno, todo, confabula para que la cocina saque a relucir
lo mejor del ser humano y, por ende, para que el cocinero, al final del día,
pueda agradecer y decirse a sí mismo que, en realidad, a pesar del esfuerzo, su
profesión es una de las más hermosas.
Por ello, consciente de que la
cocina es un espacio de fraternidad, de goce y de alegrías, el cocinero suele
ser casi siempre una persona positiva que va buscando siempre oportunidades,
incluso en las situaciones más adversas. Sus batallas, que no son pocas, las
libra como él sabe hacerlo, a través de su cocina. Evita la confrontación y el
choque porque sabe que su arma de convencimiento no es otra que la seducción,
consciente de que con ello no renuncia a su lucha, sino, más bien, ocupa el
lugar que le corresponde en ella, el de proponer caminos, liberar emociones,
curar heridas, tender puentes, contagiar sueños e ilusiones. Ese es el rol del
cocinero activista de estos tiempos, el rol de buscar siempre, en cada
escenario, la ventana, el camino, la oportunidad.
Hace unas semanas, tuve la suerte
de asistir en la hermosa ciudad vasca de San Sebastián a un encuentro en el
cual debíamos discutir cómo lograr que esos millones de toneladas de proteína
animal renovable que representa la anchoveta puedan, en un día cercano, alimentar
a millones de personas y con ello contribuir a la sostenibilidad de nuestro
planeta. ¿Extraer millones de toneladas de un recurso marino para sostener
nuestro planeta? ¿No parece una contradicción? Pues no.
Uno de los grandes desafíos del
futuro cercano es el de generar la suficiente cantidad de proteínas para una
población cada vez más creciente sin que esta producción presione más a nuestro
planeta. A los seres humanos nos encanta la proteína animal y, por ello, se
producen inmensas cantidades de esta en todo el mundo. Sin embargo, para
producirlas se requiere de energía, territorios, enormes campos de cultivos y,
en algunos casos, como el que nos convoca, especies renovables como la
anchoveta, a tal punto que se requieren cuatro kilos de anchoveta para producir
un kilo de pescado de granja en el mar.
Toda esta actividad suma a la
alarmante presión al medio ambiente, que podría ser mitigada si encontráramos
una proteína animal que se reproduzca y se renueve por sí sola año a año y que,
además, lo haga en abundancia, de manera que pueda proveer proteínas para
cientos de millones de personas. Pero, claro, hay un pequeño detalle. De
momento, salvo en los países mediterráneos, donde la anchoa es considerada un
auténtico manjar, el resto del mundo todavía se resiste a comer anchoveta. Esa
es la realidad.
Por ello, nuestro encuentro allí
tenía como principal objetivo discutir cómo los cocineros del mundo podíamos
utilizar todo nuestro ingenio para crear, con este recurso, productos y
conceptos que animen a las personas a consumirlo, de manera que parte de esa
enorme cantidad de anchoveta que hoy se usa para hacer harina poco a poco vaya
usándose para el consumo humano. No estábamos allí para pedir a los gobiernos
que prohibieran la fabricación de harina y que obliguen a destinar la anchoveta
a consumo humano.
¿Qué sentido tendría una medida de esa naturaleza teniendo en
cuenta que hoy todavía son muy pocos los que la quieren comer? Se perdería un
recurso que, por ejemplo, en el Perú, si todos lo amaran como aman el pollo,
podría dar de comer a cada peruano 200 kilos de anchoveta cada año. Pero la
realidad es que este recurso se perdería porque, si bien los peruanos vamos
aprendiendo a comer anchoveta poco a poco, a recuperar la memoria de nuestros
antepasados que hicieron de ella la gran proteína que forjó sus civilizaciones,
lo cierto es que aún distamos muchísimo de lograr que la anchoveta sea nuestra
proteína favorita. El lado bueno de esta historia es que, si logramos modificar
los gustos del mercado, todos nos beneficiaríamos. Los peruanos, con una
proteína animal excelente y económica; el medio ambiente, al ser una proteína
renovable; y, por supuesto, la industria pesquera industrial, dado que la pesca
para consumo humano tanto en fresco, congelado, enlatados y derivados tiene una
mayor rentabilidad que la destinada a harina.
Pero, claro, para que eso suceda,
tenemos que reinventar el mercado. Y para hacerlo tenemos que inventar
productos, historias y campañas mágicas que encandilen al consumidor peruano de
manera que poco a poco incorpore más y más a la anchoveta en su mesa.
De eso trataba nuestro encuentro,
de cómo hacer una hamburguesa de anchoveta que, en una cata ciega, logre que
todo el mundo coincida en que es más rica que la de una carne angus; de cómo
hacer que la pizza de anchoa deje de ser la pizza solo para los conocedores
para convertirse en la favorita de los niños; de cómo inventar commodities
culinarios deliciosos hechos con anchoveta que nos ayuden a popularizar su
consumo, y así poco a poco ir modificando el escenario y el mercado para
beneficio de todos: consumidores, pescadores, medio ambiente e industria.
Inventar un mundo mágico de la
anchoveta. Esa es la misión del cocinero. Como dijimos al comienzo, abrir
caminos, buscar la oportunidad, ese es su rol.
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