El mayor fallo de la gestión es que ni los pescadores ni los gestores poseen los conocimientos necesarios para dirigir algo tan complejo como un ecosistema marino costero. El derecho a pescar no se debería basar en si uno dispone del dinero suficiente para comprarse un barco, sino en los conocimientos y la voluntad de trabajar en colaboración con los gestores y los científicos para hacer que la pesca sea sostenible. El derecho a pescar se debería ganar o perder según la voluntad de aceptar unos límites razonables a las capturas.
Paul Greenberg
6 de abril de 2016
La hora de la verdad
Carmen McEvoy, Historiadora
“Más allá del crecimiento
económico, lo que nos hace falta es un proyecto nacional para llegar unidos al
bicentenario.
Se “acerca ya la hora” en que
“la nación pronuncie la última palabra sobre su futuro destino”. Así, Manuel
Pardo se dirigió a los fideicomisarios de la República. A ellos les aseguró que
nadie tenía el derecho de influir en sus conciencias al momento de emitir sus
votos.
En las postrimerías de una
campaña electoral marcada por el fraude y la violencia, el candidato Pardo
enarboló el ideal primigenio de la República. En ese contexto, el futuro presidente
subrayó que del cumplimiento del deber de cada ciudadano dependía “la genuina y
legítima expresión del pensamiento y la voluntad nacional”.
La intensa campaña electoral,
que llevó a Pardo a la presidencia del Perú (1872-1876), culminó con el asesinato
del coronel José Balta: el último de una saga de mandatarios militares
encumbrados a golpe de espada y guano de las islas. Al magnicidio, ocurrido en
medio de un proceso electoral plagado de irregularidades, le sucedió la
ejecución popular de los responsables del hecho: el ministro de Guerra, Tomás
Gutiérrez, y dos de sus hermanos.
Los coroneles Gutiérrez
formaban la guardia pretoriana de un sistema prebendario y corrupto que se
negaba a desaparecer. Esto explica la polarización de unas elecciones sembradas
de trampas legales y en las que los recursos del Estado estuvieron al servicio
de dos candidaturas: la del general José Rufino Echenique primero y la del
abogado Antonio Arenas después.
Pese a todos los ataques a su
persona y a sus partidarios –algunos encarcelados y azotados por los prefectos
baltistas–, Pardo recordó que existía un momento supremo al final de toda
campaña electoral. Se refería al acto silencioso en el que un individuo, a
solas con su conciencia, decidía su “futuro destino” por encima del laberinto
de pasiones que acompaña a toda lucha por el poder.
La legitimidad residía, en
consecuencia, en ese acto final mediante el cual un abstracto llamado nación
expresaba su mandato a través de un cúmulo de voluntades individuales y
dispersas. En esa suerte de alquimia política, miles de voluntades convergían en
una capaz de elegir a la representación nacional.
En estos días de tachas
dominicales, periodistas sicarios, curas decimonónicos, flores que no llegan y
chicharrones que se rechazan, he vuelto a leer los discursos de Pardo.
Pronunciados en la campaña electoral más disputada del siglo XIX, sus palabras
sabias son una brújula capaz de guiarlo a través de la densa niebla que cubrió
su senda a la Casa de Pizarro (quien –como él– cayó asesinado por sus
adversarios). Porque conseguir el poder en el Perú no es tarea fácil, y mucho
menos mantenerlo con decencia y dignidad.
Por ello, mi reflexión en
torno a las elecciones que se avecinan tiene que ver con un peruano o una
peruana capaz de ayudarnos a transitar el camino minado de la posguerra.
Alguien que dignifique la Presidencia de la República, nos devuelva la ilusión
y la esperanza, no gobierne para sus parciales y tenga la altura de miras para
iniciar un proceso de reconciliación nacional, tal como lo hizo Ramón Castilla
tras una década de guerra civil.
Porque más allá del
crecimiento económico, la inclusión social, la lucha contra la corrupción y la
delincuencia, lo que nos hace falta es un proyecto nacional para llegar unidos
al bicentenario de ese momento entrañable en el cual el Perú se convirtió en una
República libre y soberana”
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