El mayor fallo de la gestión es que ni los pescadores ni los gestores poseen los conocimientos necesarios para dirigir algo tan complejo como un ecosistema marino costero. El derecho a pescar no se debería basar en si uno dispone del dinero suficiente para comprarse un barco, sino en los conocimientos y la voluntad de trabajar en colaboración con los gestores y los científicos para hacer que la pesca sea sostenible. El derecho a pescar se debería ganar o perder según la voluntad de aceptar unos límites razonables a las capturas.

Paul Greenberg

4 de enero de 2015

Para generar el cambio a través de la protesta en Perú

NOTA DE PESCA

La sostenibilidad de las pesquerías y la reducción del impacto ambiental que genera la industria pesquera no tienen una intervención estatal adecuada que se derive de una fuerte voluntad política por regular debidamente la extracción de recursos pesqueros.

El iberalismo que impone al Estado no intervenir en los procesos del mercado es discutible cuando se trata de la protección de recursos naturales y el medio ambiente.

Ante la ausencia de decisión y voluntad política, es necesario que la ciudadanía se movilice también. Una actitud pasiva y contemplativa por parte de la juventud y el ciudadano común no constituyen los ingredientes de una receta que lleve al país al cambio que requiere en materia medioambiental y pesquera.

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Las olas de protesta pueden transformar a la política. En Venezuela, las movilizaciones iniciadas por el caracazo (1989) tumbaron al sistema puntofijista.  En Brasil, las protestas que hicieron caer a Fernando Collor inauguraron un periodo de gobierno más responsable y efectivo.   En Argentina, la movilización de 2001-2002 puso fin a la época menemista.  En Bolivia, las guerras del agua y del gas llevaron a Evo Morales a la presidencia, y en Chile, la protesta estudiantil de 2011 provocó un importante giro hacia la izquierda.

El Perú no ha experimentado una ola de protesta significativa desde hace una generación.  La crisis de los 80 desmovilizó a Lima. Los sectores populares –y ahora la nueva clase media– se despolitizaron.  Y como consecuencia, los movimientos de protesta se redujeron a un puñado de trabajadores movilizados por el CGTP, algunos militantes de izquierda, y mis amigos caviares. 

La despolitización de los sectores populares urbanos permitió la consolidación de un modelo económico ultra-ortodoxo y el surgimiento de una forma de gobernar ultra-tecnocrático.

¿Cambia este escenario con las protestas anti-‘Ley Pulpín’?  ¿Se viene una repolitización de los sectores populares limeños?  
Las olas de protesta son casi siempre imprevisibles. Pero la repolitización de los sectores populares limeños enfrenta dos problemas: uno de voluntad y otra de capacidad.  En cuanto a la voluntad, aunque el sueño derechista de sectores populares convertidos en liberales no se ha realizado (según las encuestas, los peruanos no son más liberales que los bolivianos, brasileños o venezolanos), sus intereses ya no se alinean fácilmente con los grupos contestatarios tradicionales.  Como observa el politólogo Andy Baker, el comportamiento político del ciudadano común se basa tanto en su condición de consumidor como en la de trabajador.  Como consumidores, los sectores populares limeños experimentaron enormes avances en los últimos años: estabilidad de precios, acceso a más y mejores productos, y un gran aumento en sus ingresos.  Su capacidad de compra subió vertiginosamente.  Eso no los transformó en PPKausas, pero sí les dio algo que perder.  Por eso, aunque no estén muy contentos con el statu quo, muchos son reacios a participar en movimientos de protesta que –según temen– podrían amenazarlo.

El amplio rechazo a la “Ley Pulpín” muestra que los limeños no solo piensan como consumidores.  Los derechos laborales también les importan. Y muchos simpatizaron con las protestas del fin de año. 

Pero la repolitización de los sectores populares limeños también enfrenta un problema de acción colectiva.   Participar en un movimiento social requiere sacrificios que muchos ciudadanos no están dispuestos a hacer, sobre todo si dudan de la participación de los demás.   

La movilización popular es más fácil donde ya existen fuertes identidades y organizaciones colectivas (partidos, sindicatos, comunidades indígenas o religiosas). La movilización boliviana se basó en sindicatos, organizaciones cocaleras, y grupos indígenas.  En Lima, este nivel de organización existía hace 40 años (CGTP, partidos de izquierda, iglesia progresista), pero no hoy (la identidad partidaria más fuerte en el sector popular limeño hoy es el fujimorismo).  Sin organizaciones o identidades fuertes, los movimientos sociales son difíciles de construir.
Pero también hay condiciones que favorecen a la protesta.  Una es la ausencia de alternativas electorales.   Según una investigación de Andrei Roman, un estudiante de doctorado en Harvard, las protestas masivas surgen cuando los partidos dominantes se convergen y las alternativas electorales parecen desaparecer. En Venezuela, por ejemplo, mucha gente optó por la protesta en 1989 porque, ante la crisis económica, la convergencia entre AD y COPEI los dejó sin alternativas electorales.  Ocurrió algo parecido en Bolivia, donde dos partidos de origen izquierdista, el MNR y el MIR, se adhirieron al modelo neoliberal.  En Argentina, la derechización de la Alianza contribuyó a la protesta que derrocó a De la Rúa, y en Chile, muchos estudiantes salieron a las calles en 2011 porque percibían  que los partidos de la Concertación –en su moderación– habían dejado de representarlos.
 
El electorado peruano tuvo claras alternativas en 2006 y 2011: candidatos serios representaban la izquierda (Humala), el centro (Paniagua, Toledo), y la derecha (Flores, PPK).  Pero los principales candidatos para 2016 se convergen en la derecha.  Ninguno inquieta al Grupo Comercio.  Los votantes radicales y paniaguistas –que llevaron a Humala a la presidencia en 2011– quedan como huérfanos, sin opciones electorales.  Todo puede cambiar, pero si no surge ni un candidato mal visto por el Grupo Comercio, habría terreno más fértil para la protesta.

En Lima hay bastante aversión a la protesta.  Se asocia con la violencia y el caos económico.  Pero la protesta es plenamente compatible con la democracia y el crecimiento económico.  Todas las democracias más ricas y exitosas (Alemania, Estados Unidos, Francia, Reino Unido) han pasado por olas de protesta.

De hecho, la democracia sufre cuando los ciudadanos no se movilizan. Donde las instituciones democráticas son débiles, la protesta ciudadana puede funcionar como mecanismo para la rendición de cuentas.  Si los poderes legislativos y judiciales no los vigilan, los gobiernos se comportan mal.  No cumplen con sus programas.  No consultan. Y muchas veces, cometen abusos.  En un contexto así, la protesta es una de las pocas herramientas que tienen los ciudadanos para controlar al gobierno.

Los que más necesitan la protesta son los menos privilegiados.  El Estado responde más a los que tienen poder económico.  Cecilia Blume no tiene que salir a la calle (basta con un correo electrónico).  De hecho, las instituciones estatales que tratan con los grandes empresarios (MEF, BCR) funcionan mejor que las agencias que ofrecen servicios a la gente más vulnerable (MINSA, Educación). Como demuestra Eduardo Dargent, cuando el pobre rendimiento del Estado genera serios costos económicos (por ejemplo, cuando afecta la inversión o el crédito internacional), los gobiernos buscan mejorar su calidad. Cuando la baja calidad de los servicios públicos solo afecta a los pobres, hay menos incentivo para mejorarla.  En estos casos, la protesta –y los costos políticos que genera– pueden incentivar a los gobiernos no responsivos.

La movilización ciudadana contribuye a construcción de un Estado más equilibrado: uno que responde a las demandas de todos –y no solo a los correos electrónicos de Cecilia Blume.

Domingo, 04 de enero de 2015 | 4:30 am
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